Los que viven fuera de la Iglesia.
Equivocación del escéptico. Justicia de Dios. La culpa supone la libertad. Se establecen algunos principios. Cuestión de doctrinas y de aplicación. Se deslindan y caracterizan estas dos cuestiones. Se aclara la materia con un corto diálogo. Observaciones sobre la obscuridad de los misterios.
Mi estimado amigo: Mucho me alegro que la carta anterior haya disipado el horror que le inspiraba el dogma católico sobre la suerte de los niños que mueren sin bautismo, manifestándole que atribuía a la Iglesia una doctrina que ella jamás reconoció por suya: el haberse V. convencido de la equivocación que en este punto padecía, hará menos difícil el que se persuada de que está igualmente equivocado en lo tocante a la doctrina de la Iglesia sobre la suerte de los que viven fuera de su seno. Está V. en la creencia de que es un dogma de nuestra religión que todos los que no viven en el seno de la Iglesia católica serán por este mero hecho condenados a penas eternas: éste es un error que nosotros no profesamos, ni podemos profesar, porque es ofensivo a la justicia divina. Para proceder con buen orden y claridad, voy a exponer sucintamente la doctrina católica sobre este particular.
Dios es justo: y, como tal, no castiga ni puede castigar al inocente: cuando no hay pecado, no hay pena, ni la puede haber.
El pecado, dice San Agustín, es voluntario, de tal manera, que, si deja de ser voluntario, ya no es pecado. La voluntad que se necesita para hacernos culpables a los ojos de Dios, es la de libre albedrío. Para constituir la culpa no bastaría la voluntad, si ésta no fuese libre.
No se concibe el ejercicio de la libertad, si no va acompañado de la deliberación correspondiente; y ésta implica conocimiento de lo que se hace, y de la ley que se observa, o se infringe. Una ley no conocida no puede ser obligatoria.
La ignorancia de la ley es culpable en algunos casos, es decir, cuando el que la padece ha podido vencerla: entonces la infracción de la ley no es excusable por la ignorancia.
La Iglesia, columna y firmamento de la verdad, depositaria de la augusta enseñanza del Divino Maestro, no admite el error de que todas las religiones sean indiferentes a los ojos de Dios, y que el hombre pueda salvarse en cualquiera de ellas, de tal modo, que no esté ni siquiera obligado a buscar la verdad en un asunto tan importante. Estas monstruosidades las condena la Iglesia con mucha razón; y no puede menos de condenarlas, so pena de negarse a sí propia. Decir que todas las religiones son indiferentes a los ojos de Dios, equivale a decir que todas son igualmente verdaderas, lo que en último resultado viene a parar a que todas son igualmente falsas. La religión que, enseñando dogmas opuestos a los de otras religiones, las tuviese a todas por igualmente verdaderas, sería el mayor de los absurdos, una contradicción viviente.