domingo, junio 19, 2011

INFIERNO, MEJOR QUE NO EXISTIR

Metafísicamente hay que decir que es mejor condenarse que no existir.(...). El mal absoluto es sólo la nada. Por eso el mismo infierno, el estado definitivo de desamor, es verdadera misericordia - y no sólo justicia- de Dios, que no aniquila a su criatura, y le deja ser lo que ella misma ha querido ser.



Sólo dando y dándose en su amor es como la persona vive como persona, y alcanza la plenitud de su ser libre, en cuanto no condicionado por ninguna «necesidad», en cuanto -porque quiere­- ama absolutamente al que es en sí mismo realmente digno de ser amado como persona, en cuanto es amor y no mero deseo. Es en el amor a Dios donde yo me cumplo definitivamente como persona. En cambio, por el desamor libre a Dios yo me reduzco a mí mismo, me resto personalidad y carácter. Es Dios el que salva, pero es uno mismo el que se pierde (Os 13, 9), condenándose eternamente al vacío del desamor querido. Y ahí no hay eximente posible, porque sería como eximirnos de ser persona. Metafísicamente hay que decir que es mejor condenarse que no existir: verlo de otra manera es un simple espejismo imaginativo. El mal absoluto es sólo la nada. Por eso el mismo infierno, el estado definitivo de desamor, es verdadera misericordia - y no sólo justicia- de Dios, que no aniquila a su criatura, y le deja ser lo que ella misma ha querido ser. Jesucristo dice del que le traiciona que mejor le sería "no haber nacido" (Mt 26, 24), es decir, no haber tenido ocasión de poner aquel acto; pero no que le sería mejor no existir.

Así, el buen temor, el temor filial —que no el servil— es temor al desamor, a la culpa, y no a la pena. El buen temor es simplemente amor. El otro temor es una forma de egoísmo, de «amor natural»: que en algún caso puede cohibir otra forma peor de egoísmo, pero no más. Por eso, en términos generales, no es buena pedagogía tratar de disuadir a alguien de hacer el mal, presentándole únicamente las malas consecuencias que se seguirán para él, haciéndole ver que «no le conviene»: más bien hay que fomentar en él su real capacidad de amar, invitarle a salir de sí mismo, procurando el bien del otro, amando. Análogamente, no deja de ser lamentable —y muy sintomático— que en no pocos casos toda la fuerza de mover de la ley civil resida en su coactividad, en su eficacia penal.
C. CARDONA, Metafísica del bien y del mal, Ed. Eunsa, Pamplona 1987, pp. 119-120.

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